lunes, 6 de abril de 2020

Siempre he querido tener una casa en la playa


Siempre he querido tener una casa en la playa. Desde que era pequeña. Una casa en la arena. De madera, pintada de color claro. Levantada sobre unos pilares de madera, con una escalera de madera que me llevase directamente a la arena. Me imagino bajando los escalones rugosos con los pies descalzos, anticipando la suavidad de los granos diminutos bajo la piel. Sintiendo la pintura ajada del pasamanos al roce de mis dedos. Me sueño con los ojos abiertos, fijos en el sol que asoma sin prisa sobre el mar para iniciar su recorrido sobre el mundo, y con una sonrisa. Me imagino en paz y feliz, la brisa de la mañana acariciándome el pelo. Quizá sentándome al final de esa pequeña escalera con los pies sumergidos en la arena fría de pasar la noche a la intemperie. Y sola.

“De pequeña quería tener una casa como la de Hanna Montana”, le decía a mi hija. Todavía se ríe al recordarnos sentadas las dos viendo una de sus -entonces- series favoritas. Es de ese tipo de casas que ya no te permite la Ley de Costas. Y aunque las hay en mi país, aquella con la que yo soñaba estaba inevitablemente en alguna playa de California, claro. Otra de mis herencias de las series de televisión que me abrían la mente y la imaginación. Que me hacían salir de mi pequeña y limitada habitación, la metáfora de mi existencia.

Yo quería volar más alto y más lejos, como Juan Salvador Gaviota, y por eso miraba constantemente por la ventana de esa habitación al trocito de mar y montaña que ella me regalaba todos los días y a su promesa de infinito. Era como cuando un preso mira la libertad aferrándose a los barrotes de su celda. Yo era Emilio Salgari, que nunca viajó por los mares del Caribe ni los de Malasia, pero vivía en ellos. El mar era entonces la promesa de una nueva vida sin límites, y mi corazón lo miraba siempre desde la orilla de la playa, esperando que algún día tendría la oportunidad y el valor de salir a navegar o, quizá de sobrevolarlo.

Hasta que un día cogí ese velero llamado Libertad que cantaba José Luis Perales (y yo con mi guitarra adolescente), y salí a navegar. El resto es historia, mi historia. Una historia inacabada.
El mar tiene que estar en mi vida, siempre está ahí. Por eso busco casas con ventanas por las que pueda verlo, algo al menos, al menos de lejos. Pero no son siquiera un pobre sustituto de esa casa en la playa. He estado en lugares parecidos, nunca míos, y he tenido esa sensación de dicha absoluta, momentánea y efímera, durante uno o algunos días.

Mientras busco en mi vida esa casa, sigo caminando y viajando. Alcanzando momentos de esa sonrisa, esa paz, que pueden no durar en el tiempo, pero sí en el recuerdo. Mi casa en la playa se está construyendo de imágenes y sensaciones recogidas en diferentes lugares y vivencias. Y a veces me siento en los escalones o dentro de su armazón a sentir la brisa y la calidez que mi alma busca, y sonrío agradecida al Constructor. No tengo que decirle nada, sólo le miro y me mira. Y lo sabe. Seguimos en construcción.

Amanecer en Tarragona. Mientras todos dormían. 

1 comentario:

  1. Me gusta la metáfora: nuestras vidas son los ríos...tal vez, pero mi vida es una casa sobre arena (firme y suave), lamida de mar y de brisa... y en constante construcción.
    Mándame una postal cuando el Constructor la termine, aunque sea desde la otra orilla...

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