domingo, 26 de abril de 2020

Tagore revisitado

No recuerdo cuándo descubrí los poemas de Tagore. Creo que fue en alguno de esos retiros o acampadas de mi colegio, cuando nos daban unos textos para reflexionar y rezar y un rato para nosotras mismas (era un colegío de monjas, sólo de niñas). Esos textos, como los de Khalil Gibran, Richard Bach y muchos otros, nunca faltaban. Y, aunque muchas de sus enseñanzas no las agradezco precisamente, sin embargo tengo que decir que quienes preparaban estas reflexiones eran personas magníficas y adelantadas (del Vaticano II) que sabían elegir lo que nos llegaría al corazón. Muchos de sus materiales los guardé, y ahora de vez en cuando los reutilizo en mis grupos o en mis clases. Otra forma de reciclar tanto papel como se gastaba en aquellos tiempos en que sabíamos poco o nada de ecología.

Entre tanta fotocopia y folio (ya amarillentos), para mí, por alguna razón, Tagore fue especial. Me fui comprando todos sus libros en aquellas rústicas ediciones que vendían en los puestecillos de segunda mano en el parque. Y los fui leyendo años y años, fascinada por su alma sencilla y suave, pero tan profunda. Un premio Nobel sin lenguaje complicado, y que se ha hecho eterno como el Quijote. 

Yo me veía reflejada en sus sentimientos, en su expresión, en su simplicidad compleja, en su sensibilidad. Cada poema que leía, cada verso, casi siempre, era como si yo lo dijese o lo rezase con él al unísono. Naturalmente que no era en todas las fases de su vida o de su obra, pero sí en gran parte de ella.

A veces cuando me sentía sola o deprimida, llegando al fondo del pozo, especialmente en los veranos solos, y antes de que se popularizase en nuestro país lo de los libros de autoayuda, me iba a la librería Pie de la Torre (ya cerrada hace años, décadas) y buscaba libros, pósters o estampas que me acompañasen en ese momento a modo de tabla a la que agarrarme en medio de la tempestad. Conservo varias de esas estampas y todos los libros, los pósters debieron morir por el camino. Pero las frases más importantes, impresas sobre la imagen que las acompañaba, siempre iban conmigo.

La vida a partir de COU  me llevó por otros caminos y encontré nuevas referencias para mi vida interior. Pasaron muchos años, muchos. Pero tenía aquellas estampas en mi memoria y en mis carpetas, me han acompañado en todas mis mudanzas, hasta que les perdí la pista y no sabía realmente en qué caja, carpeta o archivador las tenía guardadas.

En uno de los momentos más duros de mi vida necesité buscarlas para reencontrarme con esa Ana que sabe salir de la muerte más fuerte que antes. Mi alegría fue tan grande como mi esperanza cuando aparecieron en una de esas carpetas conservadas casi intactas desde la universidad. Sí, entre otras, ahí estaba aquella estampa que forró mis carpetas y paredes, que tenía también en forma de pegatina en mi primera guitarra. Estaba algo deteriorada, como yo, pero con toda su fuerza. Era la imagen de un atardecer, como tantos otros tan hermosos que vemos compartidos en Internet hoy. Sobreimpreso en la imagen, en la oscuridad que el sol va dejando al retirarse hacia otras tierras que iluminar, aquel poema en un verso de Tagore: 

"No llores porque el sol se oculta, que las lágrimas no te dejarán ver las estrellas".

La coloqué en mi tablón de corcho en mi cuarto, frente a mi cama, para mirarla junto a otras cosas que me recuerdan quién soy, qué tengo y en qué creo. Ahí sigue.Y hoy vuelve a cobrar sentido cada vez que salgo a la terraza a mirar el monte y el mar y a tomar el aire, el sol o la lluvia para sentir que la vida sigue y seguirá.

Como diría Forrest Gump, "Y no tengo nada más que decir".


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