domingo, 26 de abril de 2020

Remolinos nocherniegos


Leí este poema con... ¿dieciocho años, quizá?

Anoche se me ha perdido 
en la arena de la playa 
un recuerdo 
dorado, viejo y menudo 
como un granito de arena. 
¡Paciencia! La noche es corta. 
Iré a buscarlo mañana... 
Pero tengo miedo de esos 
remolinos nocherniegos 
que se llevan en su grupa 
—¡Dios sabe adónde!— la arena 
menudita de la playa.

autógrafo
Pedro Salinas, Presagios (1923)   

No lo pude olvidar. Por suerte. Me gustó tanto que lo memoricé (más o menos).

Hace unos días me pasó. Ese momento, en medio de las conversaciones casuales con familia o con amigos, en el que salta el resorte y, de repente, alguien levanta la tapa del baúl de los recuerdos comunes... y tú no sabes de lo que está hablando. Y no sabes si disimular y fingir que te acuerdas, o pedir perdón por no recordar de qué (piiiiiiii) está hablando, si se lo estará imaginando o te confunde con otra persona. Y pones cara de póker (o voz, si es una llamada sin cámara). Sonríes y asientes, esperando que la conversación siga por otros derroteros, a veces tú misma cambias de tema retomando el hilo por otra parte, esperando que no se note mucho. Que la otra persona, sobre todo, no se sienta ofendida por tu memoria selectiva, a la que no puedes controlar.

Después, al pensar en ello me acordé de este querido y sencillo poema de Pedro Salinas. Las cosas que una recuerda y las que no.

De todas las horas que tiene el día, de todos los minutos y segundos, de todas las vivencias y experiencias que podemos atesorar, sólo algunas permanecen (y no siempre de la misma manera para quienes las vivieron juntos). A veces sé por qué, a veces no. Es triste mirar fotos o vídeos y saber que tú estas ahí, pero no recordar qué se dijo, qué sentiste, qué pasó... Si esto me infunde tristeza, me duele infinito imaginar por lo que pueden pasar las personas con Alzheimer o amnesia que son conscientes de esa pérdida de su historia y quienes comparten con ellas esas memorias perdidas.

Para mí, la escena más profunda y dolorosa de La historia interminable de Michael Ende es aquella en la que (según yo la recuerdo) Bastian, que en el reino de Fantasia ha olvidado quién es y de dónde viene, trabaja en la mina y encuentra imágenes de su pasado sin reconocerlas. Entre ellas, la imagen de un dentista triste y gris en la que se detiene sin saber por qué. Su padre, al que ha dejado solo al huir de la realidad que le hacía sufrir. A partir de ahí algo cambia en él, y progresivamente llegará a reconstruirse, llegará a quererse y aceptarse y volverá al mundo real crecido y cambiado. No busquéis esta escena en la película, ya sabéis lo que hacen con los libros los guionistas de cine.

A veces, los recuerdos que perdemos son vitales para nuestra historia. Dicen que durante la noche, la mente hace limpieza y orden, y que es algo bueno y necesario. Puede que sea cierto. Pero yo también, como Salinas, tengo miedo de esos 
remolinos nocherniegos 
que se llevan en su grupa 
—¡Dios sabe adónde!— la arena 
menudita de la playa...


Tagore revisitado

No recuerdo cuándo descubrí los poemas de Tagore. Creo que fue en alguno de esos retiros o acampadas de mi colegio, cuando nos daban unos textos para reflexionar y rezar y un rato para nosotras mismas (era un colegío de monjas, sólo de niñas). Esos textos, como los de Khalil Gibran, Richard Bach y muchos otros, nunca faltaban. Y, aunque muchas de sus enseñanzas no las agradezco precisamente, sin embargo tengo que decir que quienes preparaban estas reflexiones eran personas magníficas y adelantadas (del Vaticano II) que sabían elegir lo que nos llegaría al corazón. Muchos de sus materiales los guardé, y ahora de vez en cuando los reutilizo en mis grupos o en mis clases. Otra forma de reciclar tanto papel como se gastaba en aquellos tiempos en que sabíamos poco o nada de ecología.

Entre tanta fotocopia y folio (ya amarillentos), para mí, por alguna razón, Tagore fue especial. Me fui comprando todos sus libros en aquellas rústicas ediciones que vendían en los puestecillos de segunda mano en el parque. Y los fui leyendo años y años, fascinada por su alma sencilla y suave, pero tan profunda. Un premio Nobel sin lenguaje complicado, y que se ha hecho eterno como el Quijote. 

Yo me veía reflejada en sus sentimientos, en su expresión, en su simplicidad compleja, en su sensibilidad. Cada poema que leía, cada verso, casi siempre, era como si yo lo dijese o lo rezase con él al unísono. Naturalmente que no era en todas las fases de su vida o de su obra, pero sí en gran parte de ella.

A veces cuando me sentía sola o deprimida, llegando al fondo del pozo, especialmente en los veranos solos, y antes de que se popularizase en nuestro país lo de los libros de autoayuda, me iba a la librería Pie de la Torre (ya cerrada hace años, décadas) y buscaba libros, pósters o estampas que me acompañasen en ese momento a modo de tabla a la que agarrarme en medio de la tempestad. Conservo varias de esas estampas y todos los libros, los pósters debieron morir por el camino. Pero las frases más importantes, impresas sobre la imagen que las acompañaba, siempre iban conmigo.

La vida a partir de COU  me llevó por otros caminos y encontré nuevas referencias para mi vida interior. Pasaron muchos años, muchos. Pero tenía aquellas estampas en mi memoria y en mis carpetas, me han acompañado en todas mis mudanzas, hasta que les perdí la pista y no sabía realmente en qué caja, carpeta o archivador las tenía guardadas.

En uno de los momentos más duros de mi vida necesité buscarlas para reencontrarme con esa Ana que sabe salir de la muerte más fuerte que antes. Mi alegría fue tan grande como mi esperanza cuando aparecieron en una de esas carpetas conservadas casi intactas desde la universidad. Sí, entre otras, ahí estaba aquella estampa que forró mis carpetas y paredes, que tenía también en forma de pegatina en mi primera guitarra. Estaba algo deteriorada, como yo, pero con toda su fuerza. Era la imagen de un atardecer, como tantos otros tan hermosos que vemos compartidos en Internet hoy. Sobreimpreso en la imagen, en la oscuridad que el sol va dejando al retirarse hacia otras tierras que iluminar, aquel poema en un verso de Tagore: 

"No llores porque el sol se oculta, que las lágrimas no te dejarán ver las estrellas".

La coloqué en mi tablón de corcho en mi cuarto, frente a mi cama, para mirarla junto a otras cosas que me recuerdan quién soy, qué tengo y en qué creo. Ahí sigue.Y hoy vuelve a cobrar sentido cada vez que salgo a la terraza a mirar el monte y el mar y a tomar el aire, el sol o la lluvia para sentir que la vida sigue y seguirá.

Como diría Forrest Gump, "Y no tengo nada más que decir".


domingo, 19 de abril de 2020

Y después, ¿qué?

Desde que estamos encerrados he buscado en mi cabeza mil situaciones a las que agarrarme para poder encontrar fuerzas y sentirme afortunada. Mi mente es de esa clase que no se rinde ante la desesperanza, que recurre a la experiencia, al conocimiento y a la espiritualidad para no perder la cordura y que busca la felicidad en cualquier situación.

Sí, claro que en un principio el centro de nuestro pensamiento eran los sanitarios, los que nos abastecen de alimento, los adolescentes a los que educamos... Nuestras familias, nosotros mismos. Me acordaba también de los ancianos que viven solos día a día (y que quizá en esta situación, paradójicamente, encuentran más compañía que nunca), de las personas que sufren maltrato, de los que no se llevan bien con sus familias...

Pero pronto se trató de buscar referencias, modelos de esta experiencia, guías o luces para este túnel oscuro que ha aparecido de repente en nuestro camino y no estaba en un principio en los mapas ni en nuestro itinerario.

Creo que la primera persona que me vino a la cabeza fue Ana Frank, su encierro y su vida. Cómo durante un tiempo sobrevivieron ella y su familia al encierro que les ocultaba de quienes querían asesinarlos sólo por ser diferentes. Luego recordé los campos de concentración ("La Lista de Schindler" flotó durante unos días en mi imaginario con su violín melancólico y su dramático blanco y negro). "Los girasoles ciegos" tendría aquí su espacio paralelo, pienso ahora.

Después, viendo la tragedia de aquellos que intentan seguir llegando a nuestro país aun en esta situación, me acordé de los campos de refugiados. De los que viven en guerra, asustados, desabastecidos, sin recursos, con hambre, huyendo, perdiendo a seres queridos, confinados, vigilados y sin posibilidad de recurrir a Amazon o a Internet para llenar sus vidas.

A continuación pensé en los presos. "Ahora podemos ver lo que sienten, cómo es no poder salir y la rutina que afrontan cada día... Lo que es perder la libertad", decía. Mi argumento para los que creen que la cárcel es un premio para los delincuentes.

Luego fueron referencias históricas a las grandes epidemias que la humanidad ha sufrido. Una imagen en las noticias me dejó sobrecogida: en una ciudad, no recuerdo dónde, los muertos yacían abandonados en las calles, y tras ser situados en palés eran recogidos con camiones de transporte de mercancías, mientras los encargados de tan tristísima labor iban todos cubiertos de equipamiento que les protegiese del contagio. Era inevitable el recuerdo de aquellas imágenes de los libros y películas en las que aparecían las víctimas de la peste negra amontonadas en carros tirados por acémilas. Sí, pensé, aquello también fue superado con la ayuda de muchos héroes y heroínas que no contaban con ninguna protección.

Durante esos días, pensé en los voluntarios de las organizaciones que siguen ayudando e intentando llegar, con llamadas telefónicas, repartos personalizados y campañas on line, a quienes lo necesiten y se han quedado aislados.

Finalmente, quizá un poco tarde, en Semana Santa llegó la parte espiritual. Recordé a Ignacio de Loyola, encerrado con su pierna quebrada por la bomba y con sólo vidas de santos para leer, y cómo ese período cambió su vida y la de tantos otros y otras que vendríamos después. Y los últimos a quienes he recordado son los discípulos de Jesús y su madre, encerrados sin salir por miedo a que les apresaran. Esperando al Espíritu que cambiaría igualmente sus vidas para siempre.

Sinceramente, creo que el "Resistiré" llegó demasiado pronto, en un ambiente incluso excesivamente festivo. Ahora viene lo más duro, el resistir de verdad. Cuando esto se alarga, cuando creemos que ya todo va a mejor, que las medidas tienen que ser menos restrictivas porque esta situación de limitación de libertades pone a prueba nuestra paciencia. Cuando queremos enfadarnos y echarnos encima de toda aquella persona que nos dice que esto no se ha acabado ni se acabará, y que nuestros planes este año se han hecho añicos y muchos sueños con ellos, sin posibilidad de recuperarlos. Cuando queremos ir a la playa o al campo, salir a cantar y a bailar, a celebrar con nuestra gente. Y aparece alguien que ensombrece nuestra esperanza con un "todavía no".

Mirar hacia atrás y ver que la ciencia no lo es todo y no tiene todo controlado es una lección de humildad. La respuesta sería volvernos hacia lo que nos fortalece el espíritu y no solo el cuerpo. Las mascarillas y la distancia nunca nos salvarán de la desesperanza y la tristeza. Para resistir necesitamos un espíritu fuerte. La carne es débil. Lo que hace que los seres humanos superemos ahora, como entonces, duelos, enfermedades, prisiones, hambre, soledad...  es aquello que se llama resiliencia. Y necesita ser ejercitada tanto como nuestros músculos.

Es tiempo de plantearnos cómo vamos a resistir, cómo vamos a salir más fuertes. Mi manera de hacerlo es a través de estas reflexiones y de mi fe, junto a todo aquello que normalmente llena mi ocio y mis sueños (la música, las historias...AKF. YANA.). Y hacer planes para estos días, pero también sin fecha para cuando sea posible hacerlos realidad.

Cada uno y cada una tiene su propia forma de conseguir resistir y avanzar en el camino, siempre aprendiendo de las experiencias que va atravesando. Lo cierto es que cuando esto termine, habrá un "Y ahora, ¿qué?". Y la respuesta dependerá de quiénes seamos al final de este encierro.


lunes, 6 de abril de 2020

Siempre he querido tener una casa en la playa


Siempre he querido tener una casa en la playa. Desde que era pequeña. Una casa en la arena. De madera, pintada de color claro. Levantada sobre unos pilares de madera, con una escalera de madera que me llevase directamente a la arena. Me imagino bajando los escalones rugosos con los pies descalzos, anticipando la suavidad de los granos diminutos bajo la piel. Sintiendo la pintura ajada del pasamanos al roce de mis dedos. Me sueño con los ojos abiertos, fijos en el sol que asoma sin prisa sobre el mar para iniciar su recorrido sobre el mundo, y con una sonrisa. Me imagino en paz y feliz, la brisa de la mañana acariciándome el pelo. Quizá sentándome al final de esa pequeña escalera con los pies sumergidos en la arena fría de pasar la noche a la intemperie. Y sola.

“De pequeña quería tener una casa como la de Hanna Montana”, le decía a mi hija. Todavía se ríe al recordarnos sentadas las dos viendo una de sus -entonces- series favoritas. Es de ese tipo de casas que ya no te permite la Ley de Costas. Y aunque las hay en mi país, aquella con la que yo soñaba estaba inevitablemente en alguna playa de California, claro. Otra de mis herencias de las series de televisión que me abrían la mente y la imaginación. Que me hacían salir de mi pequeña y limitada habitación, la metáfora de mi existencia.

Yo quería volar más alto y más lejos, como Juan Salvador Gaviota, y por eso miraba constantemente por la ventana de esa habitación al trocito de mar y montaña que ella me regalaba todos los días y a su promesa de infinito. Era como cuando un preso mira la libertad aferrándose a los barrotes de su celda. Yo era Emilio Salgari, que nunca viajó por los mares del Caribe ni los de Malasia, pero vivía en ellos. El mar era entonces la promesa de una nueva vida sin límites, y mi corazón lo miraba siempre desde la orilla de la playa, esperando que algún día tendría la oportunidad y el valor de salir a navegar o, quizá de sobrevolarlo.

Hasta que un día cogí ese velero llamado Libertad que cantaba José Luis Perales (y yo con mi guitarra adolescente), y salí a navegar. El resto es historia, mi historia. Una historia inacabada.
El mar tiene que estar en mi vida, siempre está ahí. Por eso busco casas con ventanas por las que pueda verlo, algo al menos, al menos de lejos. Pero no son siquiera un pobre sustituto de esa casa en la playa. He estado en lugares parecidos, nunca míos, y he tenido esa sensación de dicha absoluta, momentánea y efímera, durante uno o algunos días.

Mientras busco en mi vida esa casa, sigo caminando y viajando. Alcanzando momentos de esa sonrisa, esa paz, que pueden no durar en el tiempo, pero sí en el recuerdo. Mi casa en la playa se está construyendo de imágenes y sensaciones recogidas en diferentes lugares y vivencias. Y a veces me siento en los escalones o dentro de su armazón a sentir la brisa y la calidez que mi alma busca, y sonrío agradecida al Constructor. No tengo que decirle nada, sólo le miro y me mira. Y lo sabe. Seguimos en construcción.

Amanecer en Tarragona. Mientras todos dormían.